Hubo un tiempo... en el que yo solía escribir harto... Un tiempo en que toda mi vida era escribir, en cuadernos, en libros, en blogs, en servilletas. Cuando llegaba un momento especial en la vida de alguien especial, todos sabían que recibirían - y todos también se esperaban - una carta mía. Cartas que expresaban una infinidad de sentimientos que tomaban no solo forma, sino propósito al vestirse con delicadas palabras y oraciones que presentaban lo más frágil de mi alma en una humilde hoja de papel. Siempre arrugado, siempre con mala letra, siempre eterno... siempre honesto, siempre limpio. Ahí, en esas hojas... entregaba yo mis pensamientos, mis historias, mis secretos, mis agradecimientos. Iban en ellas todas las cosas que nunca tuvieron su momento para ser dichas de frente, y que después de pensarlo, una carta siempre parecía ser una opción mejor, porque de esa forma no podrían olvidar lo que dije.
Sin embargo, con el tiempo... con la gente... con la vida... las cartas eran cada vez más cortas, hasta que ya no fueron nunca más escritas. Algo en el camino confundió todos mis pensamientos, todas las caras, todas las ideas... y todos los idiomas. Y ahora, aunque mi memoria y yo de a poco volvemos, no puedo hacer que mis manos escriban. Sé que debo, sé que quiero... pero tantas cartas han terminado en la basura, o bajo la cama, o perdidas, u olvidadas, que ya no sé qué decir... y parece que ya nunca más tendré esa palabra exacta.
En algún lugar del camino, se me perdió el lápiz... se secó la tinta y se me acalambró la mano. Yo quiero escribir, yo quiero decir... pero
Olvidenlo, da lo mismo.