Lo dijo con un tono de voz tan dulce, sin una gota de inseguridad, sin bacilar un instante, sin adornarlo más de la cuenta. Fue sincero, fue tranquilo, fue absolutamente inesperado.
Me miró con ojitos de niño pequeño, como esperando no haberse equivocado de persona, y cuando advirtió mis ojos, que se hacían más grandes y luminosos al darme cuenta de que lo que creí escuchar fue exactamente lo que se dijo, sonrió como un poco avergonzado, pero de esa buena vergüenza.
Cuando lo escuché la única vez que se dijo - no era necesario repetirlo más - no pude evitar pensar "¿qué? ¿escuché bien?" y sentí que habían pasado mil años desde la última vez que un hombre me lo decía con tanta pureza en el corazón. Sentí que había pasado tanto tiempo, que era como si nunca nadie me lo hubiera dicho. Fue un momento completamente nuevo, inesperado, puro, gracioso, liviano, hermoso, alegre, tímido, sincero.
Sentí que había pasado una eternidad desde que la eternidad se había presentado frente a mí, pero con lo que hoy se me regaló tan desinteresadamente, siento que por fin comienzo de nuevo a sentir.
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