¿Cuántas veces no nos ha pasado que tenemos un amigo al cual no podemos visitar tan seguido como quisiéramos? Siempre hay algo que apremia hacer, trabajo, deberes, tareas, cosas que reparar, eventos a los cuales ir, eventualidades que se van presentando con carácter de urgente, por lo cual nuestra amistad queda quedando en pausa. Sin embargo, ¿es acaso lo mismo, hablar con tu amigo por teléfono a pasar toda una tarde divirtiéndote con él? Obviamente la respuesta es negativa, y esto porque la presencia de tu amigo frente a frente no tiene precio, el contacto directo siempre es mucho más revitalizador. La Santa Misa que queremos presentarles, es bastante parecida a esta situación, pues ir a misa no es más que ir a encontrarse con Dios Trino. La metáfora de hablar por teléfono la asociamos con la oración, la cual la podemos hacer, en soledad y privacía, solo Cristo y tú; y la metáfora de la visita la asociamos a la asistencia a la Misa, donde vamos a encontrarnos con el Padre, pero también tenemos la oportunidad de compartir con la comunidad, donde aunque no nos conozcamos íntimamente, estamos todos unidos en un ambiente cálido, unidos por el amor a Dios.
Muchos de ustedes, confirmandos, podrían diferir con nosotros los animadores, casi fanáticos de ir a misa, con que la celebración de esta ceremonia podría ser más divertida y que de hecho no es tan necesaria, pues Dios está en todas partes por lo tanto ir a misa no sería tan importante, pero ¡No! Porque no es lo mismo hablar por teléfono que ir a la casa de tu amigo donde él te atienda y te haga sentir que eres importante para él, como tampoco es lo mismo que él llegue a tu casa y que tú lo recibas. En la misa, vivimos esas dos cosas, pues el templo es la casa de ambos amigos, donde Dios y nosotros han abierto el corazón para amar.
En la Eucaristía recibimos el Cuerpo de Cristo, sacrificio de amor eterno que nuestro humilde hermano vivió por voluntad propia, pues aunque algunos no se lo hayan preguntado, Jesús no debía sufrir tanto para poder cumplir su misión, hasta un pinchazo con el huso de una aguja nos habría redimido, pero por el infinito amor que nos tenía, escogió los latigazos, la corona de espinas, el camino de cruz y la crucifixión, pues quería cumplir a cabalidad la voluntad del padre. Este acto es el más puro que alguien jamás haya hecho en la historia, Jesús fue un hombre real, que dedicó su vida a reparar las almas perdidas de todos sus hermanos, se arriesgó por los que no creían en él, se acercó a los pecadores, a los rechazados, a los escondidos, y les mostró amor. Su pasión fue la revelación de que la vida no es más que un camino de amor que a veces puede ser difícil y cansador, pero que en nuestra alma es la perfección misma de la felicidad por ser hijos y hermanos de un padre tan misericordioso. Luego, la resurrección es símbolo de la esperanza de la vida eterna, y el anuncio de que el amor es más fuerte que la muerte. Estas tres partes de la vida de Jesús las vivimos en la misa, en un eterno agradecimiento de sus acciones y en ofrenda de nuestro amor para hacer de este mundo la civilización del amor, como todos soñamos.
Con todo lo anterior, queremos invitarlos a entrar al templo: ¡vayan a misa! Como lo vimos los dos últimos temas, el encuentro con Cristo nos lleva al Anuncio del Reino, y la felicidad de vivir junto a Él nos ayuda a cumplir nuestro rol como jóvenes, el cual se vive plenamente en la celebración de la Santa Misa, pues es ahí donde el padre nos habla a cada uno por nuestro nombre, y nos hace Bienaventurados: alegres de seguirlo y servirlo.
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